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RadioTeatro Querido (reflexión)


Nos encontramos en la puerta del Teatro Cervantes {pobre Teatro Cervantes que ahora sostienen algunas vigas afuera; es que en la ciudad de Buenos Aires los teatros están siempre en “refacción”, siempre “reparándose”}. Esperamos hace una hora y media. Las entradas para el Ciclo de Radioteatro son gratuitas y se retiran con dos horas de anticipación pero, aún habiendo llegado temprano, se han agotado prontamente. Somos diez personas esperando {esperando que algún alma caritativa se arrepienta de venir, esperando que “nos hagan lugar”}. Somos una larga lista de espera {esperamos el arte, esperamos cultura} que se apronta en las históricas puertas de este hermoso teatro para escuchar, para cerrar los ojos, para imaginar con el RadioTeatro: “un género que merece volver a ocupar el lugar que perdió y recuperarlo tal cual se realizaba...”

Esperamos en la puerta y un señor de traje impide el paso {es que no tenemos entrada}, habla a través de un micrófono inalámbrico y parecen murmurarle al oído. Mujeres grandes con hermosos tapados de invierno también aguardan en la puerta; algunas vienen de muy lejos. Un hombre “involucrado”nos ilusiona diciendo: “creo que van a entrar todos...” y a la media hora el hombre de traje {pobre hombre, que “no sabe nada”} nos informa que “no hay más lugar”.

Algunos disturbios se suceden en el vestíbulo del Cervantes, quejas y gente que finalmente se va. Pero algo en la insistencia, la bronca {“es una injusticia”} hace que aún aguardemos. Alguien “reservó” diez entradas {¿cómo? ¿diez entradas reservadas hace dos semanas?}. A veces somos muy obstinados.

Entramos cuando en la sala se apagaban las luces, cuando otro hombre de traje exclamaba “¡Ya no hay más lugar, boludo!”; ya estamos ahí: nos rodean las bellas paredes alfombradas y las lámparas aparentemente lujosas. Apagamos los celulares y nos miramos con alivio: lo logramos.

“Papá querido, de Aida Bortnik se estrenó en 1981, bajo la dirección de Luis Agustoni...” en plena dictadura militar, cuando los oídos no podían oír, cuando la radio, la televisión y el teatro eran {¿son?} pura hipocresía. La historia de un padre “revolucionario” y sus hijos “aparecidos” nos atrapa desde las voces de seis actores/intérpretes en escena: Aldo Pastur, Beatriz Spelzini, Nora Cárpena, Horacio Roca, Luciana Ulrich, Sebastián Pozzi y, arrinconado, aún de pie y con su atril bajo una cálida luz, el director: Luis Agustoni.

En un óptimo homenaje a Teatro Abierto, las voces de los intérpretes nos cautivan y nos sumergen en un mundo que nos resulta poco habitual: el de la escucha, el de los sonidos; cerrar los ojos para abrir los oídos, abrir los oídos para entregarnos a la emoción. Hay escenografía, hay vestuarios y utilería, pero lo que importa es aquello que oímos. Es mejor imaginar que mirar. Hay actores involucrados y nada más lindo que sentirlos en escena {nada más vivo que el “aquí y ahora”}, percibir cada sonido, cada movimiento, la respiración. No es la radio, pero es el teatro. Teatro gratuito. Teatro que “se hace desear”. Todo un acontecimiento, casi un fenómeno que merecemos frecuentar.

El melodrama y la comicidad se mezclan en un mismo juego. “Electra”, “José”, “Carlos” y “Clara” son cuatro hermanos que se conocen el día del velorio de su padre. La historia cuenta sobre una familia disfuncional; la parodia está cargada de “humor social”, aquel que nos identifica {a veces tristemente}, aquel que nos sumerge en la atmósfera un tanto psicologicista del siglo XX. Cuestionamos entonces la sociedad ingenua característica de 1981 {de 2016}, en el teatro gratuito {no en las radios, no en los hogares}, teatro "sostenido por vigas", donde las entradas se retiran dos horas antes {o se reservan en las dos semanas previas}, un teatro que “se hace desear”: el de elegantes tapados de invierno, de micrófonos inalámbricos y boleterías oscuras.

Papá querido es el enigma de un padre que muere por un aparente accidente {pero que “se mató”}. Que tiene muchos hijos pero pasó su vida viajando: un escritor revolucionario. La obra nos va llevando al momento en que estos cuatro hijos reciben un sobre de parte de su padre: son las cartas que, cuando chicos, le enviaban desde distintos lugares. Escuchamos, finalmente, cómo estos hijos leen las cartas, en una emotiva evocación del “sueño de juventud”, aquel que nos identifica como humanos, aquel que nos lleva a querer ser como nuestros padres y que nos hace, a veces, “amar dolorosamente” a nuestro país.

Micaela Gaudino


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